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miércoles, 28 de diciembre de 2011

Cuentos de Navidad: Parte II

Con el incansable reloj biológico marcando el paso de nuestras vidas, hemos conseguido superar sin consecuencias catastróficas la primera fase de las fiestas navideñas. En concreto, esa en la que existen varios factores de riesgo por lo que la noche (en teoría) buena, puede convertirse en una noche regular, mala e incluso fatal, para que nos vamos a engañar. Las variables que pueden transformar la noche en familia por excelencia en un infierno, son las siguientes:

·        El exceso de comida: de todos es sabido que aunque en nuestra vida diaria ya no falta el cordero, ni el marisco, ni el besugo, y que tenemos la facultad de darnos un atracón cuando nos salga de las narices, la noche de nochebuena es tradición ponerte como el tenazas si o si. Me viene a la cabeza esos sofás acogiendo nuestros cuerpos repletos tras la cena y esas manos que aún se siguen llevando a la boca ahora un mazapán, ahora una peladilla, mecánicamente casi de manera inconsciente y remojándolo todo bien en cava, “pa empujarlo”. Este hecho, normalmente, sólo tiene consecuencias en la báscula (que no es poco), pero en ocasiones desemboca en algún cólico que otro, dos días de empacho o incluso estreñimiento en los casos mas graves. Además y como daños colaterales, una nevera llena de restos de queso, bandejas de fiambres resecos, carnes y mariscos de las cuales tienes que seguir comiendo hasta nochevieja (después de haber vendido un riñón para comprar comida para media humanidad y dar por el saco al envidioso de tu primo no lo vas a tirar) y gente yendo a comprar al día siguiente con el carro para traerse “algo de fruta y unas cosas que me faltan, que vienen muchos días de fiesta”, la postguerra en ese sentido, también ha hecho mucho daño a este país.
·        Las gripes repentinas: no se sabe muy bien por qué, aunque los expertos creen que puede ser debido a que es en Diciembre cuando verdaderamente arrecia el frío, mas de un@, cuando ya se las prometían muy felices, ha visto reducida su nochebuena a meterse en la cama con un caldito y una tortilla de paracetamol.
·        Las eternas rencillas familiares: esas que permanecen todo el año en barbecho y que hacen que esa noche se espere con la misma tensión que el primer debate de Aznar y Felipe González, que alguno creía que se iban a terminar cogiendo de la pechera en vez de tirarse pullas educadamente, que es lo que normalmente se hace en nochebuena. Y si al final nos inunda el espíritu navideño y no lo hacemos, al día siguiente nos repetimos unos a otros: todo salió muy bien, como si hubiésemos atravesado un campo de minas sin consecuencias.
·        El mensaje del rey: algo absolutamente trasnochado y patético, que todo el mundo se traga y comenta al día siguiente no se muy bien por qué, ya que diga lo que diga ese señor se nos ha olvidado a la media hora y no tiene consecuencias de ningún tipo, aún a pesar de eso, tenemos que seguir sufriéndolo en los telediarios y periódicos del día siguiente.
El caso es, que cubierta la “operación nochebuena” sin mas consecuencias que algún kilo de mas, ciertos problemas intestinales y estomacales y un par de granos producto del exceso de chocolate y grasas, tenemos que contener el aliento y prepararnos para los encuentros en la segunda fase, o sea, la nochevieja.
A mi me gustaban mucho las nocheviejas cuando salía de jovencita hasta las ocho o las nueve de la mañana. Es verdad que pagabas un pastón de los de antes por entrar a la misma discoteca a la que ibas siempre pero con barra libre de garrafón, cotillón y los camareros vestidos de traje, pero entonces merecía la pena. Días antes, mis amigas y yo comprobábamos entre acojonadas e ilusionadas las previsiones meteorológicas para constatar que seguramente, esa sería una de las noches más frías del año. Con varios días de antelación, las mercerías se llenaban de chicas comprando medias especiales con brillo o algún toque de color, adornos para el pelo, guantes y otros complementos glamourosos.

Recuerdo que salíamos con un vestido todo fashion típico de esas fechas y que no se por qué, a pesar de estar en pleno invierno los hacen de tirantes, si a esto le añades unos zapatos de tacón que no tienes costumbre de llevar y que te aprietan en el dedo gordo y a las tres de la mañana ya no sientes las plantas por las que a través de ellas y de las finas medias de cristal que te has puesto para la ocasión, se te cuela todo el frío de las calles heladas, terminábamos el conjunto con un abrigo chulísimo que se tenía guardado para las salidas especiales y que invariablemente, o te lo quemaban en el guardarropa o te tiraban la bebida encima. Quemadura que además, siempre descubría mi madre al día siguiente:
- ¡Pues vaya quemadura que tienes en el abrigo, te lo han destrozado, un abrigo nuevo!.
Tu la mirabas a través de los pegotes de rimel que te emborronaste a toda prisa antes de meterte en la cama con síntomas de congelación y caer en ese sopor instantáneo que se consigue cuando estás medio cocida y que hace que te despiertes a las pocas horas con la lengua hinchada por la sed y la cabeza dando golpecitos, para murmurar entre dientes:
-         Habrá sido en el ropero, no me he dado cuenta
Después, te pasabas toda la tarde de año nuevo en el sofá, mantita en ristre, calentita, bebiendo agua y viendo “telefilmes” mientras por tu mente pasaban como flashes, recuerdos mas o menos agradables de la noche anterior. Si la cosa había ido bien, a mitad de tarde se sucedían las llamadas entre amigas para comentar los pormenores (que si este te había dicho, que si el otro te miraba, que si cuando fuimos al baño me saludo fulano...) hasta que mi padre me daba un toque, tengamos en cuenta que en esa época no había móviles y cuando empezaron no todo el mundo tenía acceso.

Ahora ya no es lo mismo, la edad y el cinismo que esta conlleva, te hace que el pagar un dineral por ir a un cotillón te parezca absurdo, el comprarte un vestido especial una catetada y el volver a las nueve de la mañana hecha migas un mal innecesario. Pues yo lo echo de menos. Esa, es la parte de la navidad que más me gustaba, la más mágica para un adulto, la que vuelve el mundo glamouroso por unas horas, la que durante unos instantes tras las campanadas, cuando abrazo a las personas que tengo cerca y les deseo feliz año, lo hago con sentimiento, deseándolo de verdad. Por si no nos vemos: UN ABRAZO Y  FELIZ AÑO NUEVO.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Cuentos de Navidad: Parte l

Parece que fue ayer cuando nos invadía como un manto de luz, color, villancicos y puestos de castañas asadas, la dulce navidad. Sin embargo, ya hace un año, que como en un exasperante e inacabable día de la marmota, se repitieron las mismas escenas con los mismos protagonistas, los mismos topicazos y las mismas mentiras de siempre. Y eso que todavía no nos hemos zambullido de lleno, pero espérate tu que avance esta semana que ya ya, acordaros de mi cuando abráis el correo o el facebook y esté inundado de frases empalagosas que te dedican personas a las que ni siquiera conoces...
Seguro que leyendo estos comentarios previos pensareis que soy un poco grinch, y aunque no vais desencaminados en lo esencial, lo cierto es que hay cosas de la navidad que me gustan, algunas incluso me gustan bastante, aunque muchas de ellas hace tiempo que no las experimento. Pero como aquí de lo que se trata es de sacar punta, quisiera analizar en este y próximos artículos, algunas de esas cosas que suceden en éstas entrañables fechas, hoy abriremos el fuego con la compra de los modelazos fiesteros.
Pues sí, llegamos al peliagudo momento en el que decido que me voy a comprar algunas prendas y/o modelis chulos para los días de salidas y entradas que se avecinan (recordemos que hace cuatro días que hemos cambiado el armario y entre lo que no me vale, lo que ya no me gusta y lo que tiro porque está viejo me he quedado con tres cosas) así que me encamino a las tiendas con la intención de no volver de vacío.
Como todo el mundo, yo tengo mis manías a la hora de comprarme ropa y de seguirlas, depende que llegue a casa de mejor o peor humor, por ejemplo: jamás entro en las tiendas pijas.
¿Qué entiendo yo por tiendas pijas? No, estáis equivocados si pensáis que me refiero a las tiendas de los grandes grandes como Prada o Dior, esas directamente ni las huelo; y no es porque no me gusten, que me gustan, es que soy realista y sensata y comprendo lo absurdo de comprarme un pañuelo de Prada que me va a costar tanto como el sofá de mi casa y que voy a tener que combinar con ropa del H&M que es la “boutique” que más frecuento. Además de una incoherencia es una ordinariez y un querer y no poder, así que directamente las borro de mi mente, no existen.
Las tiendas pijas a las que yo me refiero son esas boutiques normalmente pequeñas para dar sensación de pseudoexclusivas, que están decoradas como el salón de una casa (en ocasiones tienen hasta un sofá y una chimenea) y cuyos exhibidores con la ropa para el público consisten en un par de percheros de esos con ruedas, con tres (no es una forma de hablar, las cantidades son exactas) vestidos diferentes colgados, dos pantalones y una americana y doblados en las estanterías del mueble del “salón”, dos jerseys y un par de foulares.
Evidentemente la dependienta que en ocasiones suele ser también la dueña, espera detrás de un mostrador que imita a un escritorio isabelino (debido al escaso volumen de género la buena señora no tiene nada mejor que hacer) con el morro fruncido o cara de estar oliendo excrementos, que ya explicamos en el artículo anterior que es propia de la gente que se considera de clase superior aunque no lo sea. Pues yo ahí no entro. Primero porque no tienen tallas, segundo porque no tienen variedad, tercero porque no tienen espacio para que una mariposee por la tienda como es debido tocando y retocando y cuarto porque la gente que arruga el morro y yo no nos llevamos bien.
Tampoco entro en las tiendas que sin ser tan “exclusivas” como las anteriores, pretenden engancharte a través de la belleza. Me refiero no a la belleza de su ropa, sino a la de sus dependientas/es, que parecen sacados de un anuncio de colonia cara, es más, huelen así de bien. Los uniforman con trajes elegantes que les caen de maravilla y la longitud de una de sus piernas es la misma que la de mi envidia. En honor a la verdad diré que algunos de ellos son bastante agradables, incluso uno de una firma que no voy a mencionar por la publicidad y tal fue tremendamente amable además de extremadamente guapo, por lo que no sería justa si generalizara diciendo que te tratan todos mal o algo así. Es más, yo si es como en aquella ocasión que era una tienda masculina e iba a comprar un regalo, no suelo tenerlo en cuenta, pero reconozco que en las tiendas de ropa femenina si.
Las reglas del márketing y la mercadotecnia establecen claramente que un dependiente jamás debe hacerte sentir inferior, ya que de lo que se trata cuando uno se compra ropa es de que le suba el ego y la autoestima y esto si te atiende Claudia Schiffer es bastante difícil. Tu entras y la ves cruzar la tienda hacia ti a golpe de melena. Te lanza una mirada desdeñosa desde las alturas (te saca por lo menos 15 centímetros) y te pregunta:
-         ¿Puedo ayudarte en algo? – mientras te lanza una miradita disimulada de arriba a abajo sonriendo mientras sus ojos dicen: no, no puedo.
Después de un tímido cruce de preguntas y respuestas queda claro que para ti no hay nada que ella pueda ofrecerte, así que mejor me voy a las tiendas que me gustan que son esas grandes cadenas de tiendas de ropa que todos conocemos y que cuentan con enormes superficies y que están unas cerca de otras en las calles más céntricas de todas las ciudades.
En esas tiendas tienes kilómetros de percheros con prendas para mirar, el mismo modelo en distintos colores, precios asequibles, un diseño razonable y lo mas importante: todo el mundo pasa de ti. Por eso puedes probarte lo que te de la gana y reírte ( tú y en el probador) de ti misma y de cómo te queda una minifalda de pailettes, comprarte un vestido y si te encanta te lo llevas en negro, en rojo y en verde botella e incluso bromear en la caja con una de las dependientas que tiene 20 años menos que tu y luce un modelito tan imposible y recargado, que hace que doble impasible las dos camisetas de David Bowie y Ramones que llevas, la minifalda de pailettes que aunque te sienta como el culo te la llevas para un día ponértela en casa y echarte unas risas y el vestido negro en tres colores diferentes que dejan claro que es con el único que saldrás a la calle y mientras te cobra hace pompas de chicle con la boca abierta, y te comenta que están hasta arriba de curro y que la gente es una guarra porque se deja la ropa tirada en los probadores y que ayer se fue media hora mas tarde de su turno porque tuvo que ayudarle a doblar a su compañera de todo lo que tenían por ahí tirado, y te entrega la bolsa y te dice:
-         Gracias corazón. Como si fueses tu la veinteañera y ella la señora cuarentona que se niega a entrar en las tiendas pijas de señoronas.
Después de algo así, por ejemplo, me gusta tanto la navidad que camino a casa entro en un chino y compro una flor de pascua y unas bolitas.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Extraños en un tren

Desde hace aproximadamente diez años, vengo siendo usuaria habitual del tren. Cuando yo empecé a viajar, el tren en cuestión que tomaba, era el Alaris, tardaba en teoría tres horas y media en cubrir el trayecto (digo en teoría porque sufría de constantes retrasos y siempre en las fechas mas inoportunas) y se podía fumar en el asiento, aunque yo nunca lo hacía, prefería levantarme y ponerme a fumar en el espacio entre vagones y estirar las piernas o largarme directamente a la cafetería, donde pasaba casi todo el viaje.
Empecé a hartarme de mis idas y venidas en tren cuando prohibieron fumar o cuando yo lo dejé, que no se si fue antes el huevo o la gallina, pero el caso es que a partir de ahí, los viajes se me hacían eternos y terminaba con el culo cuadrao de tanto rato sentada, como vulgarmente se dice.
Ahora todo es mucho mejor porque con el AVE el tiempo se ha reducido a la mitad y cuando son viajes mas largos como el último a Córdoba, viajo con mi chico.
Para mí es mas agradable porque tengo alguien con quien hablar, comentar las incidencias del viaje y los reportajes de las revistas que es lo que hay que llevar cuando se viaja, algo entretenido que cuando te bajes, puedas dejarlo “olvidado” en el asiento. Para él, esto es bastante desesperante porque suele prepararse un kit de supervivencia compuesto por libraco, radio con auriculares, Ipad y todo lo necesario para aislarse del mundo, mientras que yo cargo con el “Cuore” y el “Qué me dices”, una bolsa de chuches y muchas ganas de hablar, como siempre.
El resultado final es varios intentos infructuosos de él por enfrascarse en el libro/película/música o todo lo que conlleve taponarse las orejas y enfocar toda su atención hacia el papel/pantalla/siesta, y varios intentos míos de sabotaje de dichas actividades, pongamos una interrupción cada 15 minutos hasta que un ruidoso suspiro y una mirada de advertencia, me indican que hasta ahí puedo tensar la goma, con lo cual me callo y me dedico a observar el panorama.
El tren en el que fuimos a Córdoba tarda 9,5 horas en cubrir todo el trayecto que es Barcelona-Málaga, y hace más paradas que la procesión del cristo de las siete caídas atravesando Albacete y Ciudad Real, con la consiguiente subida y bajada de pasajeros en cada estación.
No es por criticar, pero en cada parada de la inmensa llanura castellana, me venían a la cabeza tiernas escenas de películas inolvidables como “la ciudad no es para mi”o “Hay que educar a papá”, donde el inefable Paco Martínez Soria subía al tren con la gallina y la cesta.
En este caso y como los tiempos han cambiado, el atrezzo ha sido sustituido ligeramente y ocupan el lugar de la gallina enormes cajas de embutidos y/o fiambres, que digo yo que serán embutidos por las manchas de grasa que lleva la caja. Pues eso, estación de Valdepeñas, se bajan 12 personas y se suben otras tantas, normalmente parejas de matrimonios de mas de 60 años cada una de ellas cargada con la susodicha caja de quesos y chorizos. Ahora, billete en mano que suele llevar la mujer (recordemos que el hombre como macho ibérico que es carga con la caja de marras) proceso de buscar el asiento, no atino, que no llevo las gafas, venga María que hay gente detrás, conclusión: quédate atarantado diez minutos en medio del pasillo mientras descifras el número de asiento con diez pasajeros esperando avanzar. Una vez sentados y con la caja convenientemente subida a la bandeja portaequipajes, consiguen desfilar el resto hacia sus asientos, hasta que llega el momento de la última pareja.
Ella debe ser de las ricas del pueblo ya que va muy arreglada y peinada “de peluquería” luciendo el gesto ese de fruncir la nariz y el morrillo como si estuvieras oliendo excrementos tan propio de las clases altas, y él, lleva un abrigo “de los de paño bueno”, que diría mi abuela, y su propio periódico bajo el brazo, todo un signo de distinción y de ser amigo del cura y del alcalde.
El caso es que al llegar a sus asientos que casualmente estaban a continuación de los nuestros, los encuentran ocupados con una señora entrada en carnes en la que yo ya había reparado, ya que se había comido dos bocadillos sin respirar, uno que traía ella y otro que había ido a comprarse a la cafetería y después de comérselos, se había tumbado en los dos asientos a dormir la siesta con el culo orientado hacia nosotros y como no lo tenía precisamente pequeño, se le había bajado el pantalón hasta la mitad, dejando a la vista unas bragas enormes y de color indescriptible, a medio camino entre el blanco roto y el beige clarito (a saber si eran así cuando las compró).
El caso es que tuvieron que despertarla:
-  Perdone, estos son nuestros asientos.
La otra sigue durmiendo.
-¡ Oiga!– levantando el tono y dejando salir la choni que todas llevamos dentro– ¡que está sentada en nuestros asientos!
La dormida se levanta con el pelo revuelto, los mira desconcertada, recoge sus cosas sin mediar palabra y se traslada a otros asientos mas atrás.
- Sacude un poco el asiento, que está lleno de migas – le comenta la maquillada al marido con un poco de desprecio, antes de ocupar su buttaca.
Así habría quedado la cosa si en otra de las paradas, no hubiera sucedido exactamente lo mismo, una persona que le reclama el sitio a la dormida, esta que se levanta y recoge sus cosas y pasa hacia otro vagón comiéndose un tercer bocadillo y murmurando:
-   Jolín, ya me han cambiado de sitio dos veces...
¿Y el billete? ¿ Y el revisor? ¿Y esa forma de comer de manera compulsiva?, no lo sabemos. Esas preguntas quedaron sin respuesta. Pero el surrealismo no tiene fin y cuando fuimos a comer a la cafetería, la persona que atendía la barra durante el trayecto resultó ser mas vago que las mangas de un chaleco y no hacía mas que refunfuñar sobre lo cansado que estaba y el viaje tan malo que llevaba, incluso se puso a hablar por el móvil con su mujer quejándose de los pasajeros y sin preocuparle que le estuviéramos oyendo, tanto es así que después de comer le pedimos un café y salió del cubículo donde se había metido, resoplando y  haciendo aspavientos:
-         Es que estaba comiendo, pero no se preocupen que yo me quedo sin comer para ponerle a los señores el café, ya comeré mas tarde.

Yo me lo tomé con naturalidad tratando de no indignarme y decidí zanjar el asunto diciéndole  a mi churri en un aparte: - seguro que le ha cabreado la de las bragas de tanto pedirle bocatas y ahora hemos pagado nosotros el pato. Y como aún nos quedaban varias horas de viaje por delante, decidimos volver a nuestros asientos a la espera de nuevos acontecimientos...

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